La famosa demanda de los sillones

La democracia interna pasa para muchos políticos por sus respectivos sillones: Hay diálogo, respeto al adversario, contraste de ideas si el sillón le sigue perteneciendo; y no lo hay si el sillón amenaza con desaparecer de debajo de sus honorables posaderas. La batalla interna del PSOE en general y la de la Federación Socialista Madrileña en particular tiene mucho que ver con esa democracia del sillón. Los adversarios, cada vez menos compañeros y más enemigos, acusan al que tienen enfrente de no aceptar la democracia de la organización, los actuales estatutos del partido y la libre voluntad de las bases.

Joaquín Leguina, ante la proximidad de cada Congreso Federal, ha atacado al aparato y ha reclamado mayor libertad de votos, más democracia y menos «cazas de brujas» entre los discrepantes de la línea oficial, línea, por otra parte, aprobada y consentida tras los respectivos Congresos, sobre todo tras el que hacía el número XXVIII y consagraba a Felipe González como líder indiscutible e indiscutido del socialismo español.

En noviembre de 1987 el leguinismo, que sí existe, tanto como existe el guerrismo dentro del PSOE, logró que la representación madrileña en el XXXI Congreso estuviese formada por 35 miembros de esta corriente, 14 guerristas y 16 seguidores de Izquierda Socialista. Hoy, tres años después, el panorama ha variado sustancialmente y el antiguo triunvirato que aseguraba la mayoría a don Joaquín frente al gran patrón del aparato federal, Alfonso Guerra, se ha roto en tres pedazos, de los que dos son imposibles de soldar y el tercero intenta cumplir un honroso y dubitativo papel de «pegamento y medio» cada día que pasa más difícil y problemático para su protagonista, que no es otro que el exalcalde de Madrid, Juan Barranco.

El vicesecretario general del PSOE se encuentra en la encrucijada más difícil de su carrera política: Debe seguir mandando de forma clara e indiscutible en el PSOE y ofrecerle así a Felipe González un partido unido bajo el férreo yugo de la burocracia de la calle Ferraz. Con ese yugo «dicen enla sede del socialismo y en el Palacio de La Moncloa» se han ganado tres elecciones generales y se han vuelto a ganar, recuperando votos, las de Andalucía.

Alfonso uerra no ha tenido nunca muchas simpatías por Joaquín Leguina, como no las ha tenido por ninguno de los barones madrileños, a los que siempre ha considerado adversarios peligrosos, precisamente por sus relaciones económicas, políticas, sociales y culturales que le dejaban a él convertido en un «parvenu», recien llegado a la capital. Le ha tolerado y le ha utilizado para enfrentarse a Unión General de Trabajadores y a los discrepantes de la OTAN, siempre al servicio de Felipe González. Le ha tenido como aliado en su lucha contra Carlos Solchaga hasta hace apenas unos meses.

Y le ha dejado al frente de la Federación Socilista Madrileño hasta que la captación de José Acosta y las dudas de Juan Barranco le han proporcionado la «vía libre» para decapitarlo. El presidente de la Comunidad de Madrid, por su parte, siempre ha sabido que era un consentido, pero no un «amado» por la ejecutiva del PSOE. Su flexibilidad en los momentos más duros le permitía y le ha permitido la supervivencia, pero no le ha proporcionado el cariño del líder de hierro, Guerra, que está en el interior del otro líder, González, éste hecho de un material más lujoso, más decorativo y más vendible ante los electores de fuera y dentro del Partido Socialista Obrero Español. Hasta ahora, ninguno de los barones socialistas de Madrid había intervenido de forma tan directa en la batalla como lo han hecho Almunia, Solana, José Barrionuevo, Maravall y Borrell.

Tampoco nunca habían sentido la guadaña sobre sus cuellos tan cerca como ahora. Quieren presencia en el Comité Ejecutivo Federal. No quieren ser meros técnicos gubernamentales que un día dejan la Administración y se quedan como simples militantes de base. De ahí que acogieran y se sumaran a las declaraciones de Solchaga reclamando más democracia interna y nuevas vías de acceso a la cumbre del partido. De ahí que hayan bajado a la arena politica para «apuntarse» a la lista de Leguina, conscientes de que es su oportunidad para estar en el XXXII Congreso en representación de las «halagadas» y olvidadas bases, totalmente ajenas a la lucha de sillones que se mantiene en las alturas.

Leguina, como Barrionuevo, defendieron a Rodríguez de la Borbolla y auguraron negros futuros al socialismo andaluz si se sustituía al presidente por el exministro de Trabajo, Manuel Chaves. Cuando las urnas le dieron la victoria a Alfonso Guerra se apresuraron a cantar las excelencias del triunfo y a pensar aceleradamente en cúal iba a ser su futuro.

Unidos por el interés e incluso por un deseo de mayor transparencia en el poder interno que ejerce el vicepresidente del Gobierno, favorecidos por el escándalo impagado políticamente de Juan Guerra, descubrieron que sólo en la confrontación pública tenían una posibilidad de salvación: Uno como secretario general de la FSM y posible candidato a la presidencia de Madrid; los otros como ministros tras la aplazada remodelación que, según sus adversarios, les apeaba del Gobierno. La llave de todo la tiene ahora las agrupaciones del socialismo madrileño que desde el día diez al dieciseis van a elegir a los compromisarios para el Congreso de la FSM, del que saldrá, a su vez, la lista de delegados al Congreso Federal del PSOE.

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